Por: Manuela Cordovez

El día empezó a las 8:30 am en el Portal Norte, ahí me encontré con Camila, Óscar, Gabriel, Pedro y las otras 55 personas que hacen parte de la parroquia San Jerónimo Emiliani de Bogotá, en especial de la misión juvenil. Ahí esperamos a que pasara un H13 que nos llevaría hasta el Portal Tunal, casi la mitad del camino para llegar a la escuela de El Paraíso. Fueron 50 minutos en TransMilenio hasta el Portal Tunal. Una vez me subí al TransMiCable, el sistema de transporte que ofrece una línea de servicio comercial de 3,34 km de longitud, sentí que estaba en otro lugar del mundo; Bogotá se veía hermosa desde arriba. Estábamos en lo más lejano y alto de la ciudad. Podía ver a mi derecha -muy lejos- la torre Bacatá, el edificio más alto de Colombia. En ese momento realicé lo grande que era Bogotá y lo poco que la conocía. 

Después de 20 minutos y tres paradas, llegamos las 60 personas que íbamos a la misión al mirador del Paraíso. Una vez estuvimos todos, caminamos hacia arriba. Pasamos por tiendas, panaderías, parques, casas y todo lo que podría haber en un barrio. Algo de lo que me pude percatar mientras caminábamos es que había muchos perros callejeros, y que la mayoría de habitantes del sector les tenía comida en distintos puntos de la calle para que no tuvieran hambre. Cuando caminamos por aproximadamente 20 minutos recorriendo el barrio y las calles de El Paraíso, llegamos a un tipo de montaña pequeña, una loma; y al final de ella se veía el colegio al que teníamos que llegar para poder finalmente, compartir con los niños que nos estaban esperando allá. 

No les miento, la subida desafió cualquier estado físico que yo pensé que podría llegar a tener, y mientras caminaba hacia arriba sólo podía pensar en lo distintas que son las realidades, me preguntaba si los niños que todos los días caminan 15 minutos empinados para llegar a su colegio se quejaban como yo suelo hacerlo cuando me debo “incomodar” un poco. Claramente no lo hacen. Una vez llegamos sólo había caras sonrientes y ojos brillantes. Más de cien niños esperándonos desde hacía quién sabe cuánto tiempo, con sus mejores pintas y llenos de ilusión por saber qué teníamos para ellos, no solo material, sino la expectativa de salir de su rutina por un día y asegurarse de que lo que más llevábamos era cariño y amor para ellos. 

Oramos, almorzamos, repartimos dulces, bailamos, reímos y pasamos más de 3 horas maravillosas con los niños del Paraíso. Cada uno con una personalidad diferente, con una forma de ser diferente y con un aprendizaje diferente el cuál me pude llevar finalmente a mi casa a las 5:00 pm. Este tipo de días son los que me abren los ojos y me recuerdan que la realidad de cada persona que se cruza en mi camino es distinta a la mía, y que al final del día no hay nada más valioso y enriquecedor que el tiempo que le dedicamos a los demás. 

 

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